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lunes, 1 de septiembre de 2008

Instrucciones para subir una escalera.

Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se situó un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso. Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie). Llegando en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.

miércoles, 13 de agosto de 2008

non sum

Me encontré sin querer la primera frase del libro Las preguntas de la filosofía (que no leí) de Fernando Savater:

«Recuerdo muy claramente la primera vez que de verdad comprendí que tarde o temprano tendría que morirme».
Por lo demás, el final del primer parráfo hizo sonar una campana: la revelación de la muerte a un niño de diez años es, sobre todo, el descubrimiento de su carácter personal. La imposibilidad lógica de encajar la muerte en la vida de uno, vivida en primera persona. Es decir, en la mismísima vida.
La vida de otros es un relato que concluye en su muerte. «Él fue y un día dejó de ser»: en esos términos, la razón puede responder sin problemas, aunque sin mayor convicción. En cambio, la vida de uno es propiamente la vida. Experimentada, no oída ni vista. Y es esa vida, la vida por antonomasia, aquella que nos sirve
para imaginar las de los otros, la que termina en una dislocación lógica por donde no se puede seguir.
*
Al final me acuerdo de otra cosa.
Siempre me estoy acordando de otras cosas que se ramifican y entrometen en mis cosas.
Digo que me acuerdo de un epitafio latino que me crucé hace muchísimo, y que me impresionó tanto que nunca olvidé. «Quod fueram, non sum»: Lo que fui, ya no soy, le habían hecho decir los romanos al muerto, en su lápida. Algo imposible. Al final, podía haber borrado el post entero y haber copiado esas cuatro palabras que explican mucho mejor que yo todo lo anterior.

[El primer párrafo de Las preguntas de la filosofía, en su versión original en español:
Recuerdo muy bien la primera vez que comprendí de veras que antes o después tenía que morirme. Debía andar por los diez años, nueve quizá, eran casi las once de una noche cualquiera y estaba ya acostado. Mis dos hermanos, que dormían conmigo en el mismo cuarto, roncaban apaciblemente. En la habitación contigua mis padres charlaban sin estridencias mientras se desvestían y mi madre había puesto la radio que dejaría sonar hasta tarde, para prevenir mis espantos nocturnos. De pronto me senté a oscuras en la cama: ¡yo también iba a morirme!, ¡era lo que me tocaba, lo que irremediablemente me correspondía!, ¡no había escapatoria! No sólo tendría que soportar la muerte de mis dos abuelas y de mi querido abuelo, así como la de mis padres, sino que yo, yo mismo, no iba a tener más remedio que morirme. ¡Qué cosa tan rara y terrible, tan peligrosa, tan incomprensible, pero sobre todo qué cosa tan irremediablemente personal.]

jueves, 22 de mayo de 2008

Tanta Vida, y siempre mucho, siempre....

Tanto querer siempre, siempre tanto!
ciclotimia, pasión, irracionalidad.... me encanta cumplir años.... siempre tanto, siempre jamás..... y sentir tan ajena, tan lejos y tan empapada.... la vida, la tierra...
Debería cumplir más seguido....
Me gustará vivir siempre, al sol, de barriga, porque, como iba diciendo y lo repito, ¡tanta vida y jamás y jamás! ¡Y tantos años, y siempre, mucho siempre, siempre siempre
33.... y no orientales.
Los dejo con mi amigo Cesar Vallejos en mi onomástico, para regocijarse con sus puntos y líneas en el plano!
Hoy estoy feliz.. mañana quién sabe!!!

ME VIENE, HAY DÍAS, UNA GANAUBÉRRIMA, POLÍTICA...

Me viene, hay días, una gana ubérrima, política,
de querer, de besar al cariño en sus dos rostros,
y me viene de lejos un querer
demostrativo, otro querer amar, de grado o fuerza,
al que me odia, al que rasga su papel, al muchachito,
a la que llora por el que lloraba,
al rey del vino, al esclavo del agua,
al que ocultóse en su ira,
al que suda, al que pasa, al que sacude su persona en mi alma.
Y quiero, por lo tanto, acomodarle
al que me habla, su trenza; sus cabellos, al soldado;
su luz, al grande; su grandeza, al chico.

Quiero planchar directamente
un pañuelo al que no puede llorar
y, cuando estoy triste o me duele la dicha,
remendar a los niños y a los genios.

Quiero ayudar al bueno a ser su poquillo de malo
y me urge estar sentado a la diestra del zurdo, y responder al mudo,
tratando de serle útil
en todo lo que puedo y también quiero muchísimo
lavarle al cojo el pie,
y ayudarle a dormir al tuerto próximo.

¡Ah querer, éste, el mío, éste, el mundial,
interhumano y parroquial, provecto!
Me viene a pelo,
desde el cimiento, desde la ingle pública,
y, viniendo de lejos, da ganas de besarle
la bufanda al cantor,
y al que sufre, besarle en su sartén,
al sordo, en su rumor craneano, impávido;
al que me da lo que olvidé en mi seno,
en su Dante, en su Chaplin, en sus hombros.

Quiero, para terminar,
cuando estoy al borde célebre de la violencia
o lleno de pecho el corazón, querría
ayudar a reír al que sonríe,
ponerle un pajarillo al malvado en plena nuca,
cuidar a los enfermos enfadándolos,
comprarle al vendedor,
ayudarle a matar al matador —cosa terrible—
y quisiera yo ser bueno conmigo
en todo.

domingo, 30 de marzo de 2008

lucesillas

"... Así que mañana tras mañana me vuelvo a levantar y no tengo tiempo de pensar en mí, de meditar, soy feliz?, soy desgraciado?. De antemano conozco ya aquel movimiento mecánico de la mano hacia el despertador; tanteo medio dormido entre sus patas para parar el timbre de los niquelados testículos. Luego, el mismo movimiento vacilante hacia la pared, hacia el interruptor, y el mismo escrutarse vergonzoso del hombre despierto antes de tiempo, con greñas, maloliente; un hombre que vuelve a sentarse en la cama con el despertador en la mano... Quedan unos minutos y merece la pena meterse en la cama y mirar cómo avanza lentamente la manecilla de los segundos y hace tic-tac al girar, una y otra vez. A veces incluso me duermo durante esos tres minutos, pero luego tengo que salir de la cama y entregarme a mi automatismo, loco preciso, sobre todo por la mañana, sin el cual ya no es posible vivir. De prisa vestirse, lavar al doble del espejo los dientes y pensar, por qué un día sí y otro no afeitarse y diariamente lavarse, comer varias veces al día?.. Con qué objeto temer que me pierdo algo en algún sitio? Me consuelo: tienes que ser valiente, tienes que ser valiente, tienes que serlo, tú debes serlo.
Me lo repito a menudo, cada hora, pero por la mañana a cada minuto, para enjuagar más fácilmente y apartar para más tarde los pensamientos molestos. Salgo de casa, empieza a llover, cae una fina lluvia sobre toda la región, sobre mi huerta, siento cómo necesito la lluvia, lo palpo, cómo el agua oscura se abre camino hacia las raíces y se lleva consigo el polvo de cal; siento cómo mis vasos capilares lo saborean y me torno dorada reineta, manzana con sabor a frambuesa, verde doncella; estoy pensando: qué necesitaría para ser más feliz?..."

lunes, 3 de marzo de 2008

El jardín encantado

Giovannino y Serenella caminaban por las vías del tren. Abajo había un mar todo escamas azul oscuro azul claro; arriba un cielo apenas estriado de nubes blancas. Los rieles eran relucientes y quemaban. Por las vías se caminaba bien y se podía jugar de muchas maneras: mantener el equilibrio, él sobre un riel y ella sobre el otro, y avanzar tomados de la mano. 0 bien saltar de un durmiente a otro sin apoyar nunca el pie en las piedras. Giovannino y Serenella habían estado cazando cangrejos y ahora habían decidido explorar las vías, incluso dentro del túnel, jugar con Serenella daba gusto porque no era como las otras niñas, que siempre tienen miedo y se echan a llorar por cualquier cosa. Cuando Giovannino decía: “Vamos allá”, Serenella lo seguía siempre sin discutir. ¡Deng! Sobresaltados miraron hacia arriba. Era el disco de un poste de señales que se había movido. Parecía una cigüeña de hierro que hubiera cerrado bruscamente el pico. Se quedaron un momento con la nariz levantada; ¡qué lástima no haberlo visto! No volvería a repetirse. —Está a punto de llegar un tren —dijo Giovannino. Serenella no se movió de la vía. —¿Por dónde?—preguntó. Giovannino miró a su alrededor, con aire de saber. Señaló el agujero negro del túnel que se veía ya límpido, ya desenfocado, a través del vapor invisible que temblaba sobre las piedras del camino. —Por allí —dijo. Parecía oír ya el oscuro resoplido que venía del túnel y vérselo venir encima, escupiendo humo y fuego, las ruedas tragándose los rieles implacablemente. —¿Dónde vamos, Giovannino? Había, del lado del mar, grandes pitas grises, erizadas de púas impenetrables. Del lado de la colina corría un seto de ipomeas cargadas de hojas y sin flores. El tren aún no se oía: tal vez corría con la locomotora apagada, sin ruido, y saltaría de pronto sobre ellos. Pero Giovannino había encontrado ya un hueco en el seto. —Por ahí. Debajo de las trepadoras había una vieja alambrada en ruinas. En cierto lugar se enroscaba como el ángulo de una hoja de papel. Giovannino había desaparecido casi y se escabullía por el seto. —¡Dame la mano, Giovannino! Se hallaron en el rincón de un jardín, los dos a cuatro patas en un arriate, el pelo lleno de hojas secas y de tierra. Alrededor todo callaba, no se movía una hoja. “Vamos” dijo Giovannino y Serenella dijo: “Sí”. Había grandes y antiguos eucaliptos de color carne y senderos de pedregullo. Giovannino y Serenella iban de puntillas, atentos al crujido de los guijarros bajo sus pasos. ¿Y si en ese momento llegaran los dueños? Todo era tan hermoso: bóvedas estrechas y altísimas de curvas hojas de eucaliptos y retazos de cielo, sólo que sentían dentro esa ansiedad porque el jardín no era de ellos y porque tal vez fueran expulsados en un instante. Pero no se oía ruido alguno. De un arbusto de madroño, en un recodo, unos gorriones alzaron el vuelo rumorosos. Después volvió el silencio. ¿Sería un jardín abandonado? Pero en cierto lugar la sombra de los árboles terminaba y se encontraron a cielo abierto, delante de unos bancales de petunias y volúbilis bien cuidados, y senderos y balaustradas y espalderas de boj. Y en lo alto del jardín, una gran casa de cristales relucientes y cortinas amarillo y naranja. Y todo estaba desierto. Los dos niños subían cautelosos por la grava: tal vez se abrirían las ventanas de par en par y severísimos señoras y señores aparecerían en las terrazas y soltarían grandes perros por las alamedas. Cerca de una cuneta encontraron una carretilla. Giovannino la cogió por las varas y la empujó: chirriaba a cada vuelta de las ruedas con una especie de silbido. Serenella se subió y avanzaron callados, Giovannino empujando la carretilla y ella encima, a lo largo de los arriates y surtidores. —Esa —decía de vez en cuando Serenella en voz baja, señalando una flor. Giovannino se detenía, la cortaba y se la daba. Formaban ya un buen ramo. Pero al saltar el seto para escapar, tal vez tendría que tirarlas. Llegaron así a una explanada y la grava terminaba y el pavimento era de cemento y baldosas. Y en medio de la explanada se abría un gran rectángulo vacío: una piscina. Se acercaron: era de mosaicos azules, llena hasta el borde de agua clara. —¿Nos zambullimos? —preguntó Giovannino a Serenella. Debía de ser bastante peligroso si se lo preguntaba y no se limitaba a decir: “¡Al agua!”. Pero el agua era tan límpida y azul y Serenella nunca tenía miedo. Bajó de la carretilla donde dejó el ramo. Llevaban el bañador puesto: antes habían estado cazando cangrejos. Giovannino se arrojó, no desde el trampolín porque la zambullida hubiera sido demasiado ruidosa, sino desde el borde. Llegó al fondo con los ojos abiertos y no vela mas que azul, y las manos como peces rosados, no como debajo del agua del mar, llena de informes sombras verdinegras. Una sombra rosada encima: ¡Serenella! Se tomaron de la mano y emergieron en la otra punta, con cierta aprensión. No había absolutamente nadie que los viera. No era la maravilla que imaginaban: quedaba siempre ese fondo de amargura y de ansiedad, nada de todo aquello les pertenecía y de un momento a otro ¡fuera!, podían ser expulsados. Salieron del agua y justo allí cerca de la piscina encontraron una mesa de ping—pong. Inmediatamente Giovannino golpeó la pelota con la paleta: Serenella, rápida, se la devolvió desde la otra punta. jugaban así, con golpes ligeros para que no los oyeran desde el interior de la casa. De pronto la pelota dio un gran rebote y para detenerla Giovannino la desvió y la pelota golpeó en un gong colgado entre los pilares de una pérgola, produciendo un sonido sordo y prolongado. Los dos niños se agacharon en un arriate de ranúnculos. En seguida llegaron dos criados de chaqueta blanca con grandes bandejas, las apoyaron en una mesa redonda debajo de un parasol de rayas amarillas y anaranjadas y se marcharon. Giovannino y Serenella se acercaron a la mesa. Había té, leche y bizcocho. No había más que sentarse y servirse. Llenaron dos tazas y cortaron dos rebanadas. Pero estaban mal sentados, en el borde de la silla, movían las rodillas. Y no lograban saborear los pasteles y el té con leche. En aquel jardín todo era así: bonito e imposible de disfrutar, con esa incomodidad dentro y ese miedo de que fuera sólo una distracción del destino y de que no tardarían en pedirles cuentas. Se acercaron a la casa de puntillas. Mirando entre las tablillas de una persiana vieron, dentro, una hermosa habitación en penumbra, con colecciones de mariposas en las paredes. Y en la habitación había un chico pálido. Debía de ser el dueño de la casa y del jardín, agraciado de él. Estaba tendido en una mecedora y hojeaba un grueso libro ilustrado. Tenía las manos finas y blancas y un pijama cerrado hasta el cuello, a pesar de que era verano. A los dos niños que lo espiaban por entre las tablillas de la persiana se les calmaron poco a poco los latidos del corazón. El chico rico parecía pasar las páginas y mirar a su alrededor con más ansiedad e incomodidad que ellos. Y era como si anduviese de puntillas, como temiendo que alguien pudiera venir en cualquier momento a expulsarlo, como si sintiera que el libro, la mecedora, las mariposas enmarcadas y el jardín con juegos y la merienda y la piscina y las alamedas le fueran concedidos por un enorme error y él no pudiera gozarlos y sólo experimentase la amargura de aquel error como una culpa. El chico pálido daba vueltas por su habitación en penumbra con paso furtivo, acariciaba con sus blancos dedos los bordes de las cajas de vidrio consteladas de mariposas y se detenía a escuchar. A Giovannino y Serenella el corazón les latió aún con más fuerza. Era el miedo de que un sortilegio pesara sobre la casa y el jardín, sobre todas las cosas bellas’51 y Cómodas, como una antigua injusticia. El sol se oscureció de nubes. Muy calladitos, Giovannino y Serenella se marcharon. Recorrieron de vuelta los senderos, con paso rápido pero sin correr. Y atravesaron gateando el seto. Entre las pitas encontraron un sendero que llevaba a la playa pequeña y pedregosa, con montones de algas que dibujaban la orilla del mar. Entonces inventaron un juego espléndido: la batalla de algas. Estuvieron arrojándoselas a la cara a puñados, hasta caer la noche. Lo bueno era que Serenella nunca lloraba.
Italo Calvino - Los amores díficiles

martes, 29 de enero de 2008

Amor


Acabo de terminar un libro que me toco el alma, Mil Soles Esplendidos, del afgano Khaled Hosseini, se me piantaron unos lagrimones en el final, pese a todos mis esfuerzos por resistirlo, estoy sensible.... Creo que el amor tiene tantas formas!

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Pulsaciones

Las casualidades... existen?
Justo, justísimo ayer mismísimo me regalaron el último libro de Clarice Lispector La Hora de la Estrella.
Clarice Lispector es considerada una de las más importantes escritoras brasileñas del siglo XX (nació en Ucrania, pero es brasilera de alma, como yo!).
Pertenece a la tercera fase del modernismo, el de la generación del 45 brasileño.
En el Centro Cultural Recoleta está el Ciclo: Palabras, Lazos y Lecturas, en la cual se repasa la obra de Clarice a través de la lectura de sus textos y de conversaciones de personalidades, expertas en sus libros, con el público. La iniciativa es de Laura Hana (psicoanalista) y Amalia Sato (traductora), y los encuentros son todos los miércoles en el Espacio Living.