1
No todos los trenes van hacia Tokio: sólo los que tomo yo. Siempre que entro en un tren, y me siento, y me convierto en pasajero por unos minutos (a veces por unas horas) sueño que voy hacia Tokio, que me llevan a la gran metrópoli, al cenáculo del dinero y del rímel y de las grandes pantallas de televisión. Luego, el tren, sus puertas, se abren a la decepción, una decepción provinciana, con poco dinero, ojeras y televisioncitas.
Pero cuando las puertas de este vagón se abren y salgo, resulta que estoy en Tokio. A veces los sueños se cumplen y entonces uno no sabe qué mover. A veces los sueños se cumplen y una chica te espera en Harajaku, una chica con el nombre más bonito del mundo: Ai.
2
Es pequeña, apenas alza del suelo las dos letras de su nombre.
Ai significa: amor. Ya he dicho que es pequeña.
La conocí entre otras japonesas, cientos de japonesas, miles de japonesas, todas apiñadas y sonrientes y monocromas. Ai era el destellito de luz, el punto sobre la i de la palabra nipón. Sin senos ni trasero tumefacto, todo su cuerpo era un facistol para su rostro, un andamio para que la cabeza quedara a metro y medio del piso. Su cara daba por fin sentido a la palabra 8.005 del diccionario: exótico. Exótico ya no era lo que estaba lejos; era lo que tenía más cerca, lo que querías tener próximo.
Ai parecía tan japonesa, tan acrisolada de su propia nacionalidad, tan jugo exprimido de una bandera, que a su lado sus compatriotas tenían algo de inmigrantes, de extranjeros, de turistas en otra piel.
Llevarse a Ai de paseo era como llevarse a todo un país en el bolsillo. Ella era Japón: detrás de sus ojos rasgados se rasgaba el resto de los ojos nipones, su boca daba fin al tubo infinito de bocas y gargantas y pulmones que hace un idioma; su piel era la última mano de pintura dada a una raza.
Ai: japonesita.
No todos los trenes van hacia Tokio: sólo los que tomo yo. Siempre que entro en un tren, y me siento, y me convierto en pasajero por unos minutos (a veces por unas horas) sueño que voy hacia Tokio, que me llevan a la gran metrópoli, al cenáculo del dinero y del rímel y de las grandes pantallas de televisión. Luego, el tren, sus puertas, se abren a la decepción, una decepción provinciana, con poco dinero, ojeras y televisioncitas.
Pero cuando las puertas de este vagón se abren y salgo, resulta que estoy en Tokio. A veces los sueños se cumplen y entonces uno no sabe qué mover. A veces los sueños se cumplen y una chica te espera en Harajaku, una chica con el nombre más bonito del mundo: Ai.
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Es pequeña, apenas alza del suelo las dos letras de su nombre.
Ai significa: amor. Ya he dicho que es pequeña.
La conocí entre otras japonesas, cientos de japonesas, miles de japonesas, todas apiñadas y sonrientes y monocromas. Ai era el destellito de luz, el punto sobre la i de la palabra nipón. Sin senos ni trasero tumefacto, todo su cuerpo era un facistol para su rostro, un andamio para que la cabeza quedara a metro y medio del piso. Su cara daba por fin sentido a la palabra 8.005 del diccionario: exótico. Exótico ya no era lo que estaba lejos; era lo que tenía más cerca, lo que querías tener próximo.
Ai parecía tan japonesa, tan acrisolada de su propia nacionalidad, tan jugo exprimido de una bandera, que a su lado sus compatriotas tenían algo de inmigrantes, de extranjeros, de turistas en otra piel.
Llevarse a Ai de paseo era como llevarse a todo un país en el bolsillo. Ella era Japón: detrás de sus ojos rasgados se rasgaba el resto de los ojos nipones, su boca daba fin al tubo infinito de bocas y gargantas y pulmones que hace un idioma; su piel era la última mano de pintura dada a una raza.
Ai: japonesita.
3 comentarios:
La fuente! Te pido! La fuente!
Al ppio pensé que eras vos, pero cuando llegué a la parte que dice "gente sin dinero" [o algo asi] lo supe! Vos hubieras dicho POBRES!
NEGROSSH pobres!
La fuente: un libraco que se llama "Trenes hacia Tokio" de Alberto Olmos.
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